Por: Mariana (She/her)


Recientemente como parte de mi voluntariado con LAWRS, participé en  un grupo de apoyo para mujeres víctimas de violencia de género. Este es un espacio diseñado para ofrecer seguridad, confidencialidad y, sobre todo, libertad para compartir nuestras vivencias sin juicios. Es un lugar donde para nuestras usuarias,  la experiencia era el único requisito para participar.

Al principio, admito que no sabía qué esperar. La idea de reunirme con extrañas para discutir temas que a menudo evitamos tocar incluso con las personas más cercanas me parecía inusual, intimidante e incómodo. ¿Cómo abordaremos temas tan complejos y dolorosos? ¿Qué pasa si nadie quiere compartir sus experiencias? 

Nuestras reuniones estaban estructuradas alrededor de temas específicos: desde roles de género hasta relaciones saludables y los mitos en torno al abuso doméstico entre otros. Preparábamos material para cada sesión, como videos, canciones u otros contenidos que luego se convertían en puntos de partida para nuestras conversaciones grupales.

Cada sesión era única, y cada una nos acercaba más como grupo pero también a nosotras mismas. Aprendí que entender nuestro dolor fue más fácil y evidente viéndolo reflejado en otras compañeras y que la compasión que aplicamos al oír sus historias es la misma que debíamos aplicar a nosotras mismas. Descubrí nuevas perspectivas y encontré un sentido de compañerismo inesperado, un entendimiento mutuo.

Las sesiones avanzaron y cada vez fue más fácil compartir y más cómodo participar, cada semana se sintió como reunirse con viejas amigas. Pero sin duda lo más inesperado de mi experiencia fue darme cuenta de que este lugar, destinado a tratar temas difíciles, estaba lleno de risas y alegría. A pesar de abordar asuntos serios, encontramos momentos de ligereza y camaradería. Cada mujer que participó en estas sesiones me regaló una parte de su historia, un pedazo de sabiduría que llevo conmigo.

Esta experiencia me mostró que nuestras vivencias como mujeres, aunque diversas, nos conectan en un mismo contexto. Las injusticias y violencias que enfrentamos no discriminan edad, país, educación o estatus socioeconómico. Somos hermanas en esta lucha común, compartiendo un entendimiento que trasciende nuestras diferencias.

Es curioso cómo encontramos cierto consuelo al darnos cuenta de que no estamos solas en nuestras experiencias y emociones. Sentir validación al saber que otras mujeres se han enfrentado a situaciones similares. Sin embargo, este consuelo viene acompañado del peso de una reflexión constante sobre el porqué.

Nos preguntamos, ¿por qué nuestras historias son tan parecidas? ¿Por qué nos vemos repetidamente en situaciones de vulnerabilidad? ¿Por qué sentimos que somos juzgadas de manera injusta y desproporcionada? Es desconcertante ver cómo nos encontramos constantemente en la posición de víctimas de los mismos crímenes y las mismas injusticias. Nos lleva a preguntarnos por qué, a pesar de los avances y los esfuerzos, todavía nos enfrentamos a estas barreras, a estas limitantes que se nos imponen simplemente por ser mujeres.

Nos vemos en la necesidad de adoptar una postura defensiva, una actitud de alerta constante. Nos unimos a esta cadena para juzgar a aquellos que intentan desafiar estas limitaciones que nos han sido impuestas o que incluso están tan arraigadas en nosotras que muchas veces nos imponemos nosotras mismas. En este grupo recordé la importancia de una lucha continua por la igualdad, la necesidad de romper con las estructuras limitantes y el deseo de construir un mundo más equitativo y justo para todas las mujeres.

Fue un placer y un honor compartir este espacio con estas mujeres resilientes, y sobre todo, descubrí que el apoyo mutuo y la discusión abierta y respetuosa son un refugio y un espacio de crecimiento y sanación.