En los últimos años hemos visto cómo el fortalecimiento de las fronteras se utiliza como una herramienta política popular en todo el mundo, tanto en el discurso como en la práctica. En el marco de este discurso, la migración se construye como un problema que hay que resolver, una cuestión que hay que abordar urgentemente para proteger a los que son ciudadanos, a los “que pertenecen”. Los políticos de todo el mundo han justificado el ataque a los derechos de las personas migrantes con discursos como “la crisis de migración” o “migrantes que explotan el sistema de bienestar”.
Esto se ha hecho incluso a expensas de las obligaciones internacionales en el caso de las personas que solicitan asilo o que tienen derecho a recibir ayuda como víctimas de la trata y la explotación, y los países han ideado políticas absurdas e inhumanas para limitar el acceso a estos derechos, creando una falsa dicotomía entre el migrante que merece apoyo y aquel que no.
En el Reino Unido la situación no es diferente pero, hasta cierto punto, es más explícita. En 2012 -hace exactamente diez años-, Theresa May, siendo Secretaria del Ministerio del Interior, declaró la intención de crear un “entorno realmente hostil” para quienes son migrantes sin estatus. Desde entonces, un conjunto de políticas y leyes han consagrado restricciones para acceder a servicios públicos básicos, como la salud y la asistencia social; así como a necesidades cotidianas como trabajar, abrir una cuenta bancaria o alquilar una vivienda adecuada. También ha significado que muchos no han podido denunciar un delito a la policía de forma segura, o acceder a servicios en momentos de crisis, como alojamiento en refugios para víctimas/sobrevivientes de violencia de género, o acceder a la justicia. Estas políticas han afectado no sólo a migrantes, sino también a las personas de comunidades marginadas expuestas a desigualdades estructurales.
Para las mujeres migrantes, la incorporación de los controles de migración en el centro de su vida cotidiana ha supuesto un mayor riesgo de indigencia, abuso y explotación, con un impacto significativo en su salud mental y física. A lo largo de estos diez años, hemos visto cómo el hostile environment ha hecho que las personas migrantes, especialmente aquellas de color y con un estatus migratorio inseguro, sean más vulnerables de convertirse en víctimas de crimen, susceptibles a explotación laboral, a ser víctimas de ataques racistas y a enfrentar discrimnación cuando necesitan ayuda urgente. A menudo vemos cómo la violencia del Estado en forma de controles de inmigración excesivos les obliga a situarse en los márgenes, sin opciones ni alternativas para estar a salvo.
Existen numerosas evidencias que demuestran que estas políticas restrictivas no sólo han infringido la legislación en materia de igualdad y han incumplido los deberes legales del Reino Unido de salvaguardar a la niñez, sino que ni siquiera han cumplido su objetivo de reducir la migración irregular. En cambio, durante estos años, LAWRS ha sido testigo del devastador costo humano de estas políticas y de sus efectos deshumanizadores sobre las mujeres, a las que se considera indignas de derechos por su condición de migrantes.
Diez años después, en organizaciones como LAWRS seguimos resistiendo y luchando contra la discriminación de personas migrantes, imaginando un futuro en el que la migración y las comunidades marginadas ya no sean objeto de ataques y exclusión, sino que todas las personas, independientemente de su estatus migratorio, puedan ver cumplidos sus derechos humanos.
Fotografía: Ana Veintimilla
@anivinti
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